En el tumulto de los husares de Momo,
encandilado por las luces de otro barrio,
aquél murguista saludando con su gorro,
se despedía, como siempre, del tablado.
Entre la nube de pintados chiquilines,
vio la sonrisa que enviaba una princesa,
entre los rostros de mezclados colorines,
dudó si era para él la Gentileza.
Y por si acaso dedicó una reverencia
a la muchacha que en la noche se quedaba.
En el momento de partir la bañadera,
volando un beso se posaba en su ventana.
Y paso a paso la ansiedad lo mal hería,
quedaba poco del nocturno itinerario,
uno tras otro los cuplés se sucedían,
se retiraban del último escenario.
Tiró el disfraz en el respaldo del asiento,
borró los restos de pintura con su mano.
Volando un «tacho» lo llevaba contra el viento,
la vio justito a la salida del tablado.
-«¿Cómo te va?», dijo el murguista a la muchacha
que lo cortó con su mirada indiferente,
le dijo: -«bien», y lo dejó como si nada.
Nuevamente la princesa se perdía entre la gente.
Que no se apague nunca el eco de los bombos,
que no se lleven los muñecos del tablado.
Quiero vivir en el reinado de dios Momo,
quiero ser húsar de su ejército endiablado.
Que no se apaguen las bombitas amarillas,
que no se vayan nunca más las retiradas.
Quiero cantarle una canción a Colombina,
quiero llevarme su sonrisa dibujada.