Letra de Jorge A. SASSÓN
Esta pequeña colaboración a una de las mejores páginas de Internet, es
a la vez un desafío (muy amistoso por cierto) a los colegas tangueros
del mundo. ¿Cuántos piezas (tango, valses, milongas, etc. etc. hay
en la historieta a continuación?
Las piezas se cuenta una sola vez, aún cuando haya dos con
exactamente el mismo nombre
Dedicada a mi amigo-hermano Javier VELÁSQUEZ, el Alma Tanguera
de Sydney, grandioso tanguero, historiador, investigador,
coleccionista y fanático.
Estaba llorando la carta porque me dejaron amurado una tarde gris de
tormenta. Me quedé mirándola cuando me besó y se fue taconeando de
aquel cuartito de la pensión, el inolvidable cuartito azul donde
lágrimas y sonrisas quedaban para siempre en el recuerdo.
Pensé en la venganza, pero preferí el olvido de la infamia para curar
las cicatrices que aquella traicionera causó con su mentira.
Fui en busca del buen amigo Rodríguez Peña, como todas las tardes
barajando sus nostalgias en el café de los Angelitos en un mano a mano
de ley con el entrerriano, que de puro curda, se mandaba su confesión
recordando su amargura.
Estaba Margo, con el curdela tomándose la última copa de ajenjo,
Milonguita también doblando el codo y Juan Tango, conocido como el
distinguido ciudadano, meditando sobre la triste comedia de su vida
amarga mientras recordaba sus amigos del 900 y su dulce novia, la
reina del suburbio, que en un «te quiero» fayuto, escrito en una carta
infame, lo hundió en la danza maligna de la desilusión.
El nene del abasto me dio un consejo de oro y después una monserga.
Me dijo que nadie ha de saber tus sorbos amargos ni tus viejas
alegrías, porque a quién le puede importar un simple amor de verano
cuando cuentes la historia de tu vida. Acordate lo que fuiste cuando
en la buena y en la mala nunca estuviste desorientado ni con un amor
incurable. Si la fulana tenía un amor prohibido, es inútil que la
llores o quieras dejar el idilio trunco de prepotencia.
No sueñes más ni te vengas cuesta abajo. Seguí mi consejo. Nadie se
muere de amor. Si el pasado vuelve, vas a sentir el mismo dolor.
Poné tus desvelos en la copa del olvido y sin vacilación dejá la
tristeza del bulín, dale el último adiós al recuerdo malevo de ese
amor que fue mentira y en el amanecer del nuevo día, volverás a
encontrar rosas blancas en el jardín del amor.
Tiene razón amigazo, le dije. Y mirando un pedacito de cielo que se
asomaba tras una nube gris, pensé que era absurdo el motivo de mi
noche triste y me fui silbando por el caminito de la vieja recova. A
las doce, Justo a la medianoche, entré en lo de Laura como bailarín de
contraseña. Estaba el viejito del acordeón tocando el viejo vals,
aquel muchacho de la orquesta con su viejo smoking y un cantor de
barrio con gacho gris cantando sin balurdo una dulce melodía de
arrabal.
El ciruja quiso entrar, pero al igual que el tigre Millán, tenían la
entrada prohibida por la puñalada que de puro curda, le dio a un maula
también ebrio, en una noche de locura.
A las tres de la mañana, el cachafaz pidió que pare el baile para
rezar una oración rante por aquel muchacho triste, un muchacho de
cafetín que murió en un duelo criollo por unos ojos negros. Fue la
morocha de trenzas negras, la damisela encantadora de su sueño querido
que puso su corazón de artista a pan y agua y lo dejó a oscuras con la
fruta amarga de su desconsuelo.
Cuando escuché las cuatro campanadas de la capilla blanca, me fui
caminando bajo un cielo de estrellas hasta la callecita de mi barrio
reo. Y en la catrera maleva, que me trajo recuerdos de la noche que
te fuiste, olvidé mis desengaños al cerrar los ojos al arrullo de un
violín; pensé que cuando estaba enamorado era cualquier cosa. En
cambio, hoy al recordarla, me dí cuenta que lo que había sido un
placer, era un recuerdo nada más.
Me parece verla, con su mezcla de indiferencia y desdén, mirando sin
rencor a la señora del chalet, la enmascarada con su eterno disfraz de
inocencia. De elegante papirusa pasó a flor de fango cuando un
compadrón de Bajo Belgrano le cantó las cuarenta de puro guapo.
Hoy quedan sombras nada más de aquella flor, la reina del tango que
supo dar chiqué en la cantina de Almagro y el domingo a la noche en
Palermo, paseando en su viejo coche, admirada por la piba de los
jazmines con su melenita de oro y el pollo Ricardo, el aristócrata del
conventillo.
Sin embargo, no estoy triste. Sé que mañana seré feliz. Veré a mis
amigos de ayer en el bulín de la calle Ayacucho jugándose a suerte y
verdad sus vidas marcadas por la pasión del escolazo.
Estará también Julián, el bailarín compadrito que en una tarde gris de
invierno, dijo «así se baila el tango», levantando murmullos de
admiración entre los mareados que entre nubes de humo, tomaban el
último café.
Éramos tres amigos en el Once, el barrio pobre de nuestra juventud.
Siempre fiel a su memoria, he vuelto muchachos, después de cuatro años
para un brindis de tango, el lunes de tardecita, a las siete en el
café.
Llegué a Corrientes y Esmeralda, aquella vieja esquina tan lejos de mi
arrabal amargo y no quise sumar mi amargor a las tristezas de la calle
Corrientes. Preferí entonar una canzoneta al estilo de cómo se canta
en Nápoles para cambiar la melodía gris que me dejó su ausencia con la
ilusión azul de otros sueños.
En la misma esquina estaba Sarampión, contándole su romance de barrio
a Bartolo.
» – Che, Bartolo, cada vez que paso por la esquinita de mi barrio, veo
a la bruja de Isabelita, la que fue mi compañera, repitiendo
eternamente su cortejo de mentiras, riéndose de mi amor de payaso que
fue un amor de fuego comparado con su amor de chiquilina.
» – Paciencia, será otra vez – le contestó el otro -a mi pobre novia
de ayer, hoy la he visto con otro en tren de farra por la vuelta de
Rocha. Mejor así, por su caída ya no tendrá calor de hogar y
chapaleando barro, con las alas rotas, será sólo carne de cabaret.
» – A mí no me interesa, toda mi vida estuve soñando con un amor
imposible. Antes era feliz porque mi pobre corazón no estaba en la
vía y hoy, como dos extraños, me están sobrando las penas porque perdí
su querer.
Seguí mi camino y corté por el callejón donde una baldosa floja me
dejó marcas en los botines viejos. El pibe me preguntó si se lustra,
señor y le dí cinco reales de antes.
Allá por 1910, las vueltas de la vida me llevaron lejos de Buenos
Aires. A través de los años, por una mala mujer, fui un náufrago
pensando que si yo pudiera olvidarla, siguiendo los consejos de mi
vieja, no tendria esta amarga soledad que puso mi alma en pena por
quererla así.
Tuve ganas de ver a mi madre y hablarle corazón a corazón. Pero
sabiendo cómo quiere la madre a sus hijos, cómo le digo a la vieja que
la vida me engañó, que estoy pagando la culpa de ser un barco sin ruta
y derrochar mi alegre juventud en la ronda del querer.
Cómo nos cambia la vida. Ayer la volví a encontrar. Iba con un dandy
bien jailaife, con aires de señora princesa. Ya no era la muchachita
buena que con risas y besos borró la tristeza del bulín hasta que
saludó y se fue la tarde del adiós.
La voz del corazón me preguntó por dónde andará. Estuve metido, con
el metejón malevo de mi primera ilusión. Y no puedo comprender por
qué la quise tanto. Quizás lo quiso Dios, pero si no me engaña el
corazón, seremos dos almas que van por dos caminos.
Que se vayan, que nadie se entere de mi dolor profundo y aunque mi
destino me lleve tras un sueño a contramano y me señale dos fracasos,
trataré de que nadie sepa mi sufrir.
Una estrella titiló bajo el cielo azul. Y decidí no ser el llorón,
aquél que lloró como una mujer cuando la mina del Ford le tocó la
polka del espiante. Ni penar muriéndome de amor en el altar sin luz
de mi soledad por el adiós de una midinette porteña.
El farolito viejo de mi barrio fue el deschave de un mandria que
sufría la humillación del que a hierro mata…
«-Che papusa oí, por qué me das dique?»
» -Qué querés con esa cara, otario que andás penando»
» -Volvé mi negra, volvé a casa, a nuestro nido gaucho. Batí que sí,
volverás?
» – Cuando florezcan las rosas», contestó la pipistrela.
» – Un 24 de Agosto, me dijiste cuando florezca el jazmín. Óyeme,
María Celosa, si vuelves, verás que la casita está triste por tu
abandono. Yo también como tú, sé que la culpa la tuve yo. Y estoy
arrepentido»
» -Dejame, no quiero verte nunca más, atorrante. Lo que vos te
merecés es que por una vez en la vida, te den el esquinazo paŽque
sientas lo que siento,» – le contestó con frivolidad sin compasión.
» -Dame tiempo, vida mía, ahora no me conocés, pero el día que me
quieras, comprenderás mi locura de amor que se hace llanto. Dejá el
conventillo y volvamos a empezar.»
» – Vas muerto en la parada. Andate con la otra, amarroto. Fue mucho
el mal que me hiciste con tus falsas promesas y mucha la angustia que
se siente cuando mueren nuestros sueños. Hoy es tarde, te aconsejo
que me olvides, andate con ella pero andate por Dios y por favor no
vuelvas.»
La luz de un fósforo mostró al mentiroso temblando como un gladiolo.
Y la luna también sonreía cuando lágrimas secretas rodaron por su cara
sucia y se fue sin decir adiós para siempre.
La brisa de la noche primaveral era la serenata de ayer de la calle
maldita. La canchera soltó la carcajada cuando el encopao acusó su
sentencia y el cantar de aquel malevo fue lo que el viento se llevó.
Al fin de cuentas, si sólo se quiere una vez, siempre se puede volver
a querer amando en silencio esa pasión inolvidable que brota desde el
alma para borrar con sus besos brujos las angustias del pasado. A la
larga, todo es amor en remolino.
En la madrugada, me encontré a Juan Porteño, recostado en su buzón, en
su eterna evocación de las cosas de antaño, recordando el caserón de
tejas que estaba frente a la casita de mis viejos.
Así, tranco a tranco, llegué al bazar de los juguetes, al lado de un
boliche que iba pŽal cambalache, luego que su dueño, milonguero viejo
volvió una noche de su casa en dos minutos cuando le avisaron del
incendio.
Un año más tarde, aún habían cenizas de aquel cafetín que en sus
viejos tiempos escuchó a Orlando Goñi tocando La Pena del Payador y
casi se viene barranca abajo cuando el zorzal incomparable, Carlos
Gardel, le cantó a mi Buenos Aires querido.
Un fueye desPérezaba sus pamentos de bandoneón arrabalero y una murga
de pibes con congojas de gorriones, pasaban frente a la casita de la
negra María, que reflejaba en sus sollozos la pena mulata por aquel
amor de forastero que se fue sin decir adiós.
Ya era cerca del mediodía cuando llegué a mi bulincito reo. Campanas
de bronce llamaban a misa de once. El quinielero, con berretín de Don
Juan, chamuyaba suavemente a la pequeña fosforerita, las golondrinas
revoloteaban bajo el cono azul y Malena, perfumada de madreselvas, se
distanciaba de Margot, la eterna callejera cachadora que loca de amor
por un guapo sin grupo, terminó vendiendo violetas en la calle del
ocaso.
En el corsito del barrio, pasó uno disfrazado de príncipe y pensé que
siempre es carnaval para los muchachos que peinan canas, los que
buscan a las esclavas blancas del camandulaje para pasar una noche de
garufa y vivir por un momento, una milonga sentimental. Hasta Madame
Ivonne, la muñequita de París, truncó por pecadora su destino de flor
en las noches de Montmartre.
Más allá, los titiriteros del circo criollo manipulean las marionetas
alegrando este jirón porteño y la vieja serenata del trovador
mazorquero canta su pasado florido a una ventanita de arrabal, donde
entre rejas y glicinas, suspira una emoción la mazorquera de
Montserrat.
El último organito de la tarde con el monito vestido en blanco y
negro, trae remembranzas de tiempos viejos, de Miguel Ángel, gimiendo
en la gayola por culpas ajenas, de la mascotita de marfil con su sueño
de juventud y de Marión, la muñeca brava del barrio de las latas.
En medio de esta estampa tanguera, Lilián, la nueva vecina echaba agua
en el rosal donde una noche de abril, un caferata le juró amor y
cariño frente la reja del viejo jardín y luego, con mano cruel, la
dejó con sus desdichas y añoranzas.
En cambio Ivette, la que nunca tuvo novio, sentada tras el cristal de
su ventanita enrejada, sentía envidia por la dicha pasada de su vieja
amiga Arlette. No pudo contener el llanto cuando la fea cantinera de
aquella cantina de la ribera le avisó que estaba de novia y
trascartón, se casaba la chirusa Gricel, hija de la galleguita.
Fueron garras que lastimaron como gotas de veneno.
En un rincóndel café, el taita del arrabal estaba echando mala en un
monte criollo con el porteñito y un as de cartón, muestra de que
todavía hay otarios, apuraba el trago amargo de una caña con
pretensión de whisky.
El tabernero había colgado frente al espejo, el retrato de los viejos,
junto a una vieja postal de su Olga, la que murió en París una noche
de reyes. Todavía se leían los garabatos de cuatro palabras, dejando
una promesa de vuelta al bulín.
Unos afiches anuncian la gloria de Canaro en París y otros, orquestas
de mi ciudad en un baile a beneficio. Este cambalache de canto y
cielo era la sinfonía de arrabal donde está lo que soñé, lo que no
escuchó Dios y lo que marchitó las tres esperanzas que tuvo mi corazón
encadenado entre rejas invisibles.
Completan esta acuarela ribereña, Cucusita, el huérfano que dejó la
muchacha del circo, la uruguayita Lucía que, por un tropezón, cambió
su percal por oro y seda y Giusseppe el zapatero que me trajo memorias
de un patio donde laburaba mi viejo el remendón. Los pordioseros
piden la limosna con las quejas del alma y una pobre muñequita va
caminito del taller.
Mi reflexión final fue: total, paŽqué sirvo si esta vida es puro
grupo. Al fin de cuentas, si hoy soy un pálido fantasma de mi propia
realidad, paŽqué seguir barajando recuerdos si ya no vale la pena que
siga el corso de mi honda tristeza.
No lloren, muchachos cuando me vaya. Un firuletear de bandoneón
quizás rece la Cumparsita a media luz y allá en el cielo, veremos a
Judas pensando qué hacer si volviera Jesús de su Gólgota.
Adiós muchachos y chau pinela.